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Reportaje: Silvia Noviasky
Ilustración: Amparo Guindon
En el monte salteño, donde las leyes no llegan, las mujeres y les niñes encabezan la pirámide de las vulneraciones.
Salta es la provincia más multiétnica de Argentina. Existen 14 etnias que se reparten entre 400 comunidades: wichí, chorote, churupí, tupí guaraní, ava diaguita, coya, tastiles, la lista es larga. Quienes se especializan además advierten sobre lo organizadas que están: un cuarto de las 2 mil organizaciones indígenas reconocidas en el país reside en Salta.
La mitad de las organizaciones son wichís, comunidades que habitan el norte de Salta, en los departamentos de Rivadavia, General San Martín y Orán. Zonas que llegan a la pantalla de los noticieros nacionales por situaciones de vulneración extrema: inundaciones o desnutrición. La situación es tal, que durante el último verano se llegaron a registrar ocho niñes fallecides en tan solo dos meses. Antes de la llegada de la COVID-19, la zona ya estaba declarada en “emergencia sanitaria” y el ministro de Desarrollo Social de la Nación, Daniel Arroyo, reconoció que la situación sociosanitaria del norte salteño, era "muy crítica”.
Las vulneraciones históricas que sufren los pueblos indígenas lograron algunos movimientos en la Justicia. Por los casos de desnutrición se llegó a abrir una investigación inédita y se imputó a siete personas de la administración pública: médicos, nutricionistas, agentes sanitarios y hasta al encargado de atención primaria y a la coordinadora de la niñez de una localidad del departamento de Rivadavia.
En este contexto, en el que las muertes marcan las prioridades, la atención sanitaria de las mujeres y diversidades indígenas es algo de lo que se habla poco y nada. Sin embargo, la denuncia que se radicó recientemente por la muerte de una joven wichí luego de parir abrió la puerta para debatir sobre violencia obstétrica, un tema aún poco explorado en esas tierras.
La denuncia que se radicó recientemente por la muerte de una joven wichí abrió la puerta para debatir sobre violencia obstétrica, un tema aún poco explorado en esas tierras.
A casi 400 kilómetros de Salta, en la misión wichí de Rivadavia Banda Sur, donde el sol arrasa con calores calcinantes que llegan a 50 grados en verano, Víctor Paz se gana la vida cortando ladrillos o pescando. Desde el norte del norte, se dispone a contar mediante un teléfono prestado por su hermana por qué hizo la denuncia y cómo murió su hija mayor, Fabiana.
Como un dominó, su relato va derribando un prejuicio tras otro: que “el aborigen no reclama”, que “el aborigen no siente”. Va más allá e incluso llega a hablar de machismo, “presentimientos de padre”, discriminación, silencios y “miedo”, palabra que se repite con cada wichí con el que se habla.
La denuncia
La manera de contar los relatos y el tiempo en las comunidades indígenas son diferentes a los de las “criollas”. Víctor tiene 37 años y siete hijes. Fabiana Paz era la mayor, y murió al día siguiente de cumplir los 21. Según indican los informes médicos, el fallecimiento se produjo por un paro cardíaco a raíz de una hemorragia sufrida durante tres horas luego de parir a su cuarta hija.
Víctor calcula la edad de sus nietos: “El mayor tiene ocho, creo, no estoy seguro”. Más allá de la duda, hay una certeza: Fabiana fue madre adolescente. “Tenía como 13 años cuando fue mamá por primera vez”, asegura y tras un largo silencio agrega: “No sé si será violación...”.
“Fabiana fue madre adolescente. Tenía cerca de 13 años”.
Lo que Víctor sí recuerda con precisión es el día en que “le vino la noticia” de la muerte, día al que regresa una y otra vez lamentando no haber estado ahí. “Fue el primero de septiembre de 2020”, comienza y detrás, se oye un susurro que le dicta cosas. Víctor no se apropia de las palabras y aclara que lo que contará “es la parte de la Nancy”, la madre de Fabiana. “Te voy a contar yo porque ella no puede hablar, por pena”, aclara.
Los hechos denunciados comenzaron a la una de la mañana del martes primero de septiembre de 2020. Fabiana comenzó con el trabajo de parto y fue trasladada por una ambulancia al hospital local junto a su suegra. “A las 11 de la mañana dice la suegra que nació”, recuerda Víctor.
Cuarenta y cinco minutos después del parto, la agente sanitaria Gladys Acosta llegó a la casa de los Paz y les avisó que Fabiana sería derivada a Orán urgentemente. Con la noticia, Nancy fue a ver qué pasaba con su hija. “Cuando ella llegó al hospital, en ningún momento la dejaron verla porque ya estaba la ambulancia por marcharse. Le entregaron a la bebé y la pusieron adelante, en la cabina. Atrás iba Fabiana con un enfermero”, cuenta Víctor y advierte: “Uno se da cuenta en los ojos, el rostro, la preocupación, uno se puede dar cuenta de cualquier forma, y eso vio mi señora”.
La ambulancia recorrió 47 kilómetros y se detuvo en el hospital de La Unión. “Paraba a cada rato, eso es raro. Hasta que se bajó el chofer y dijeron que iban a ir a La Unión. A la Nancy no la dejaron bajar, le dijeron ´Quédese aquí, madre´. La bajaron primero a la Fabiana y recién cuando ella estaba adentro, le abrieron la puerta de la ambulancia. Veía rostros de preocupación. Vos sabés que ahí dijo el doctor de La Unión que iban a pedir el vuelo sanitario, que iba a llegar dentro de una hora. Entraron cinco médicos y enfermeros. Ella pedía ver a su hija y le palmearon la espalda, le tocaron la cabeza. Después tuvo la oportunidad de verla un ratito, debe ser que le quiso mostrar el bebé. La tocó y dice que no tenía nada de pulso...”, continúa Víctor.
Nancy se quedó esperando en el pasillo del hospital con su nieta en brazos, que lloraba y fue calmada gracias a la mamadera que alcanzó una enfermera. Mientras alimentaba a la niña, observó que la miraban “por la puerta, de a uno”. Luego salió un médico y le dio un “vasito con algo, debía ser tranquilizante”. Ahí le dijo que no se podía hacer nada, comenzó a tocar la pared y se largó a llorar. “Dijo que no podía ser, que el vuelo debería haber salido de Rivadavia, que no podía ser”, reconstruye Víctor el momento en que su esposa se enteró sobre el fallecimiento de su hija. Luego pone punto aparte a su relato: “Esa fue la parte de la Nancy”, indica. Ahora hablará por él.
“El médico salió y dijo que no podía hacer nada, que Fabiana debería haber salido en vuelo sanitario desde Rivadavia”
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Unos días después del fallecimiento y acompañado por el jefe de la comunidad, el cacique Demetrio Campos, Víctor hizo la denuncia ante la comisaría local y en la que interviene la fiscalía penal de Pichanal. Las denuncias por esos lados son escasas: cuando “pasa alguna cosa”, nadie recurre a la Justicia, por “miedo”. Víctor cree que el silencio se debe a que “todos se conocen” y asegura que si alguien se animara a denunciar una mala atención, podría sufrir represalias, como no ser atendido. “Hasta ahora mismo temo ir al hospital, porque sé que ellos saben que los denuncié”, resalta.
“¿Reclamar? ¿Cuando toda la vida te han maltratado?”, interroga Octorina Zamora, activista wichí. Es el temor lo que acalla a las comunidades indígenas a la hora de denunciar.
Una vez hecha la denuncia, Víctor volvió sobre los pasos de Fabiana. Primero fue al hospital de Rivadavia, donde fue el parto. “Fui a ver al doctor Pérez, nacido acá. Le pregunté qué había pasado y le dije ‘mirá doctorcito, quiero que me expliques todo. Me dijo que me haría un informe y le contesté que lo quería con puño y letra”, relata y asegura que “como padre” tiene que saber “qué pasó”.
Luego se dirigió al hospital de la Unión, donde habría fallecido Fabiana. Allí también pidió un informe del médico que la había atendido. “Me dijo que hablara con el doctor Pérez primero. Debió ser un jueguito para que me confunda con el de Rivadavia”, supone. Las caras y las respuestas que recibió de trabajadores sanitarios sólo reafirmaron las dudas de Víctor. El certificado de defunción tenía errores en el nombre y domicilio, por lo que Víctor regresó al hospital y supo que el médico que se había largado a llorar al dar la noticia de la muerte se había tomado licencia. “Le hizo mal el certificado y se fue“, advierte.
La última parada en su recorrido fue el hospital de Rivadavia, donde se dispuso a retirar el cuerpo de su hija y el informe que le habían prometido. Una vez allí, se encontró con el gerente, que “estaba enojado y tenía cara de asustado”. “Algo pasa, si no estarían tranquilos”, presume.
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El hospital de Orán es el hospital de cabecera del departamento Rivadavia. Fue el primer departamento de la provincia donde la pandemia azotó con fuerza. El sistema sanitario llegó al colapso. Al punto que enviaron refuerzos humanos desde Nación. Allí se suelen derivar los cuadros sanitarios más complejos y los partos. Derivaciones que, señalan, dejaron de hacerse.
Con la denuncia y los informes en mano, a Víctor solo le queda revivir ese día. Asegura que por la historia clínica de Fabiana debería haber sido llevada a Orán. “Tenía anemia y presión”, resalta y señala que el doctor Pérez le confirmó que el hospital de Orán no estaba recibiendo derivaciones. “Me dice: ‘Mirá papá, yo hablé con el doctor de Orán que me dijo que le ponga una inyección'. Para mí que mi hija no murió en la Unión, sino en Rivadavia”, lanza.
Las sospechas de Víctor van más allá de la pandemia y asegura que las negativas se deben a discriminaciones y problemas de comunicación. Recuerda que durante las horas previas al parto, Fabiana estuvo acompañada de la suegra que habla solo wichí, motivo por el que no pidió el traslado. “Si yo hubiera estado ahí, lo hubiera pedido”, lamenta. También señala discriminaciones y compara: “A una criolla sí la derivaron. Había una primeriza y el agente sanitario insistió. Por esa razón, me supongo que tiene que haber alguien que exija. Para ellos, nosotros somos matacos e ignorantes y cuando hay un atraso (muerte) familiar no tenemos lágrimas… Eso escuché que decían los enfermeros, que nadie de nuestra comunidad dice nada”, insiste.
“Para ellos, nosotros somos matacos e ignorantes y cuando hay un atraso (muerte) familiar dicen que no tenemos lágrimas”.
El miedo a equivocarse
La familia de Fabiana habló con la suegra, que la acompañó desde el primer momento. De esta manera pudieron reconstruir las horas previas al parto y conocieron más detalles que reafirman la hipótesis de violencia obstétrica. Liliana Argamonte es tía de Fabiana, iba a dar la entrevista junto a su nieta, Rafaela, que luego de lo que sucedió con su prima quería contar cómo fue su propio parto. “Pero no quiere hablar ahora, dice que porque no es tan castellana, por miedo a equivocarse será. Y muchas veces es así, la gente aborigen no habla, no porque sean tímidos, sino porque tienen miedo a equivocarse, porque se le ríen”, advierte Liliana.
En el 2004 se sancionó la Ley N° 25.929 de Parto Respetado. En su artículo dos, la ley dispone que toda mujer tiene derecho al “parto natural, respetuoso de los tiempos biológicos y psicológicos, evitando prácticas invasivas”.
“Dice la suegra que desde las dos de la mañana la enfermera no quería que estuviera (Fabiana) en la cama. Quería que estuviera caminando. Así se la pasó, caminando, hasta llegar al otro día, que tuvo su bebé a las 11 de la mañana. Dice ella que cuando tenía dolores, la pasaban a la sala de partos. Cuando llegaba a la sala, la escuchaba gritar. La Fabiana contó que ahí adentro, le apretaban la panza”, repasa Liliana.
Reconstruir el parto es la parte más difícil para Víctor: “Yo no lo puedo decir porque me provoca dolor. Pero me dijeron que había sangre de un metro y medio en la pared. Capaz alguien muy grande se le subió para arrancarle el bebé y sin ningún familiar que diga que no, ellos hicieron lo que quisieron. Aquí se entrevera la bronca, el resentimiento, el odio, porque yo soy un ser humano y siento”, asegura. Un poco más sobrepuesto, detalla: “La bebé era grande, pesó casi 4 kilos. Le dejaron la placenta adentro y eso provocó la hemorragia”.
“Sin ningún familiar que diga que no, ellos hicieron lo que quisieron”
El derecho a “estar acompañada por una persona de su confianza y elección durante el trabajo de parto, parto y postparto”, es reconocido por ley. Sin embargo, el pedido de Fabiana no fue escuchado. “Fabiana le pidió a la suegra que entre, pero la enfermera y el médico le dijeron que no necesitaba acompañante”, resalta Liliana. “La persona que está dando a luz quiere la mano de alguien cercano, pero no lo permitieron”, cuestiona enojado Víctor.
Las relaciones en un territorio multiétnico son complejas, los principales enfrentamientos son entre criollos e indígenas. “Aquí lo que yo siento es el poder y el que no tiene...”, advierte Víctor al mismo tiempo que recuerda que es “humilde”, un “padre changarín”. En la lectura de las tierras que habita desde que nació, habla de discriminación, machismo y desencuentros, incluso entre los propios originarios. En este contexto, no considera que lo que sucedió con su hija sea un caso aislado y asegura que “han muerto varias mujeres por parto o demoras de traslado”.
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En Salta, durante el primer semestre del año, hubo 122 niñas y adolescentes de hasta 15 años embarazadas, según los datos parciales de la Supervisión de Salud Adolescente del Ministerio de Salud Pública de la Provincia.
“Estos casos que salen a la luz son puntas de iceberg de otros casos solapados”, explica Eugenia Morey, antropóloga que hace 15 años trabaja con los pueblos originarios y estudia sobre salud intercultural. La ley nacional obliga a los operadores sanitarios a brindar un trato con respeto “de modo individual y personalizado que le garantice intimidad durante todo el proceso asistencial y tenga en consideración sus pautas culturales”. En esto, se incluyen los partos que en las comunidades indígenas requieren otras atenciones que un parto normal.
El pueblo wichí mantiene una fuerte línea matriarcal. Entre mujeres, madres e hijas, se mantiene un vínculo de cercanía. Cuando una de las hijas se casa, se intenta que continúe viviendo lo más cerca posible de la casa familiar. Pero Fabiana se fue a vivir lejos “por el marido”, advierte Víctor. El lazo con la familia materna tampoco fue respetado cuando fue a parir, Fabiana estuvo acompañada por su suegra, algo que Víctor cuestiona una y otra vez.
La situación sanitaria de los pueblos indígenas es estudiada hace tiempo por la Organización Panamericana de la Salud (OPS), que asegura que son pueblos “desafortunadamente, muy a menudo desatendidos”. En su informe de octubre del 2007, “Prestación de servicios de salud en zonas con pueblos indígenas”, advierte que el 40% de la población indígena de América carece de acceso a los servicios sanitarios convencionales. Precariedad que se profundiza en el caso de las mujeres: “Esta situación se agrava por las desigualdades relacionadas con el género; en particular las mujeres indígenas afrontan dificultades para obtener atención de calidad principalmente en materia de salud reproductiva”, indica, y nombra a los partos convencionales como una de las prácticas que no respetan “las creencias y las tradiciones relacionadas con el nacimiento de niñes”.
Sandra Ruiz, abogada del exministerio de Asuntos Indígenas devenido en Secretaría, coincide con Octorina: “Es verdad que todo lo que hay en derecho a la salud y todo lo que representa nuestro sistema sanitario está armado para las mujeres criollas”.
“Todo lo que hay en derecho a la salud y todo lo que representa nuestro sistema sanitario está armado para las mujeres criollas”.
Sandra además trabaja en el Programa Hospitalizados, donde asesoran y acompañan a las familias en cuestiones sanitarias. Asegura que todo el bagaje cultural de las mujeres indígenas se pone en juego desde el momento en que se acercan al sistema sanitario. “Nosotras estamos acostumbradas a ese tipo de prácticas. A abrir las piernas, que te hagan tacto y te vean. Ya tenemos incorporado que la forma de parir va a ser así. A las aborígenes les cuesta eso, y más a las wichís. En su cultura no están acostumbradas a mostrarse, a que alguien las revise. Eso ya genera cierta tensión. Por eso hace falta realmente una salud intercultural”, propone.
Siempre pidiendo el respeto por las costumbres ancestrales de su pueblo, Octorina explica que lo que entorpece su desarrollo son “las nuevas pautas que nos imponen desde el Estado”.
Todos los organismos y especialistas coinciden en que una política sanitaria intercultural es necesaria. Pero hace tan solo unos años que el Estado comenzó a recolectar información sistemática sobre estos pueblos. “El censo del 2010 fue el primero en incorporar preguntas con interpelaciones identitarias indígenas”, advirtió Morey.
La OPS advierte el sesgo que opera sobre el personal sanitario que lleva a que los indígenas se alejen “por temor y desconfianza”.“Una típica respuesta de muchos profesionales es que los indígenas no hablan, no dicen nada. Que nosotros no queramos entenderlos, no significa que ellos no se comuniquen”, advierte Morey.
“Muchas mujeres prefieren tener en la casa porque si van al hospital corren riesgo, no saben si van a volver o no. Las enfermeras, los médicos ya no quieren que le arrimen (dejar acercarse a otra persona)”, confirma Liliana, que tiene varios ejemplos a mano, como el parto de su nieta Rafaela. “Ella tenía miedo y los médicos no querían que me quedara. Pero ella no quería que me fuera hasta que hubiera parido su bebé, porque antecito que me fuera ya le habían hecho cosas que no le tenían que hacer, le habían apretado el bebé con los codos”, detalla.
“Muchas mujeres prefieren tener en la casa porque si van al hospital corren riesgo, no saben si van a volver o no”.
Por su lado, Octorina recuerda que en su primer parto tampoco quería ir al hospital, por “los comentarios de las hermanas indígenas”. El miedo al personal médico y a las instituciones sanitarias se vuelve herencia a través de las generaciones.
Entre las disposiciones locales, en el 2014 en Salta se promulgó la Ley N°7.856 de “Red de Apoyo Sanitario Intercultural e Interinstitucional para Pueblos Originarios Sumaj Kausa”. La norma tiene como objetivo, “focalizar y coordinar los problemas de salud y socioculturales, socioeconómicos y de identidad que afectan a los pueblos originarios”. Para lograrlo, establece diferentes “coordinaciones interinstitucionales” basadas en: facilitamiento de traslados y albergues en “el ejido hospitalario”, acceso a prácticas de alta complejidad. Además dispone “facilitadores bilingües” que deben ser los “necesarios para la cobertura de los hospitales, a efectos de permitir una adecuada armonización intercultural entre el sistema de salud y el paciente originario, garantizando su atención y contención”.
Aunque Octorina advierte que el trabajo de traductor no es tan simple ni puede hacerlo cualquiera. “Debe ser alguien que entienda la cultura wichí y la cultura no indígena”, asevera y ejemplifica con diferentes situaciones en las que intervino para explicarles a familias wichís alojadas en el Centro de Recuperación Nutricional de Tartagal la situación sanitaria de sus hijos. El Centro funciona desde el 2015, y aloja a niñes con desnutrición.
La necesidad de entender la cultura wichí para traducir es reafirmada por Jacobo Argamonte, docente y traductor bilingüe de la escuela Santa Rosa N° 4.609, a 40 kilómetros de Rivadavia, sobre la ruta 13. “Se adaptan más que palabras, hay palabras que no existen, entonces adaptás ideas”, explica. No está seguro de si en todas las escuelas de Rivadavia se dicta Educación Sexual Integral. “Y si reciben, no sé si tendrán conocimiento de todo lo que dicen en castellano”, asegura y recuerda que una vez se ofreció a traducir para el segundo ciclo, donde no se disponen de traductores. “Porque me pareció que no le estaban entendiendo”, asevera.
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Fabiana fue madre a los 13 años. Jacobo confirma que “de eso hay mucho” y señala que se ven muchos casos de este tipo en las escuelas. “Hay una pregunta que nadie se hizo, ¿cómo fue que llegó a ser madre a esa edad?, ¿recibió la atención necesaria con un cuerpo que fue madre tempranamente?”, pregunta Morey.
El embarazo adolescente es una de las problemáticas de Salta. En los últimos años se mantiene entre las cinco provincias con números más altos por año. Durante el 2018, según datos del Ministerio de Salud de la Nación, se deduce que hubo un promedio de entre 15 y 16 partos por mes de niñas y adolescentes de 10 a 14 años (185 nacidos vivos) y 355 partos por mes de adolescentes de 15 a 19 años (4.264 nacidos vivos).
Desde la comunidad
Octorina pide que se recurra a los “pocos pero existentes” profesionales wichís para crear políticas públicas. “Para que sean ellos los que discutan el tema de la salud. ¿Quién mejor que los indígenas para discutir la salud para nuestro pueblo?”, reflexiona Octorina y agrega: “No somos monos, no es que tenemos que estar esperando que nos tiren las migajas del Estado, no es así”.
Si bien está previsto en la ley de parto respetado, ante su incumplimiento, las mujeres wichís piden que se cumpla y permita que la mujer esté acompañada. Además, exigen que el hospital tenga partera, un rol fundamental dentro de la cultura indígena, ya que actúa como guía del proceso. Liliana fue testigo desde niña del trabajo de parteras. Su padre atendía los nacimientos en su comunidad. “Hasta hoy hacemos los remedios, con cola de oso, ese grande. La ponemos en una lata para que se ponga así carbón, se queme, después hacemos té y luego la tenemos allí donde ella va a parir, y al rato capaz va a tener dos o tres dolores y nace solita, con placenta y todo”, explica.
La vulnerabilidad en la que viven los pueblos aborígenes se profundiza por la pandemia. “Mientras la ciencia nos organiza un mejor futuro, ¿podemos poner entre paréntesis los derechos de las mujeres en los hospitales de las regiones con mayormente población indígena? ¿Podemos dejar que este caso pase inadvertido y permitir de esa manera que se reproduzca al infinito? No”, se pregunta y contesta Morey.
Fabiana sustentaba a su familia con la Asignación Universal Por Hijo y la Tarjeta Alimentar. Si bien aún no está inscripta, a su bebé la llaman Ana Julia y en la actualidad es amamantada por un tía que tuvo su bebé hace poco. A las dos semanas del fallecimiento, su marido se llevó de la casa a sus cuatro hijes. La familia de Fabiana denuncia no poder ver a sus nietes y acusan al padre. “Él toma mucho y no trabaja. Se molestó porque queríamos ir a verlos. La última vez que los vi fue porque salió a atenderme mi nietito que le di un alfajor”, lamenta Víctor.
La historia de Fabiana es una cadena de fragilidades. La mayor de las hermanas de una familia humilde que tuvo sus cuatro hijes con un marido varios años mayor que ella, y al que la familia acusa de violento. Sus cortos años transcurrieron en un cuerpo adolescente que ante cada embarazo se fue volviendo cada vez más frágil. Fabiana tenía a su favor varias leyes que deberían haberla protegido. Pero en el polvoroso y caluroso monte salteño, las leyes no son más que letra muerta.
Dicen que lo que deja una persona al irse son recuerdos. Fabiana quedará en la memoria de su padre como “la más pujante”, por estar haciendo el secundario a distancia, porque hacía el fuego temprano y porque “caminaba todo lo que tenía que caminar”.