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La tenaz memoria del encierro

Reportaje: Noelia Leiva

Ilustración: Amparo Guindon

La salud es un botín de poder en las cárceles bonaerenses. En la pandemia es peor. Algunas personas fueron obligadas a parir con los pies encadenados, no supieron qué remedios tomaban o directamente no recibieron tratamientos.

En la foto, hay un mural de una mujer que sonríe parada al lado de una ciudad amarilla que parece pequeña o lejana. Tiene pelo negro y su apariencia liviana contrasta con su hábitat, ahí donde el muro tiene el sentido político de ser una frontera que divide entre las personas que cargan con una condena penal y las que no. En la foto hay otra mujer, rubia y de carne y hueso, con una sonrisa de labios pegados, que lleva a un niño a upa. Años más tarde, ese niño le preguntará si él había nacido en “otro país” y ella lo abrazará mientras busca una respuesta. 

De los tiempos en que estuvo privada de su libertad Nora Calandra, vecina de Merlo, guarda, además de fotos, varios recuerdos. Es que ese no es justamente un espacio para la felicidad, pero eso no impide parir algunas sonrisas y gestar familia, amores, amistades, de esas que se extrañan cuando la libertad o un traslado las quitan de al lado. Si una pandemia pone en jaque muchas variables de lo que las sociedades asumen como sabidas, en la cárcel la incertidumbre es el primer soplo de aire de cada mañana.

Aquel diciembre de 2011, cuando Nora volvió desde el Hospital de San Martín con su hijo Santiago recién nacido en brazos – el gesto de la upa que abraza y porta – sintió cómo de a una se cerraban las rejas detrás de los dos, un golpe por unidad de medida de la distancia con la realidad que hubiera querido para él. Lo relata desde un 2020 pandémico, a sus 43 años, en el que ya pasaron cuatro en libertad, tiempo en el que decidió dedicarse a acompañar a mujeres con arresto domiciliario que atraviesan experiencias similares. Cada vez que se le pregunta por qué sigue involucrada con una institución que le generó tantas penas, la respuesta es la misma: “Es una cuestión de memoria”. 

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Nora Calandra viaja a visitar mujeres con arresto domiciliario en La Plata durante la pandemia. También integra una cooperativa de trabajo.
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El sol pega en la ventana pero todavía falta para una primavera digna de manga corta. En otro momento del mundo, habría aroma al café de la mañana desde algún bar de paso y un montón de gente yendo y viniendo. Pero la COVID-19 hizo todo un poco más silencioso. Con un buzo, barbijo y sus ojos delineados, Nora sale “bien tempranito” desde la localidad de Libertad – paradojas del lenguaje – hacia La Plata, porque del otro lado del Conurbano hay compañeras que recibieron arresto domiciliario y, aunque parezca mejor que estar en un penal, “volver a un lugar y que sea diferente… duele”. 

Nora sale “bien tempranito” porque del otro lado del Conurbano hay compañeras que recibieron arresto domiciliario y, aunque parezca mejor que estar en un penal, “volver a un lugar y que sea diferente… duele”. 

Lo sabe por experiencia. Cuando salió de la Unidad 50 de Batán, cerca de Mar del Plata, hacia Merlo,  encontró que su hija de 10 ya tenía 16, y que la que había dejado siendo adolescente era una joven adulta. Desde ese registro de lo vivido es que les habla a las personas que visita, con un tono tranquilo que no tiembla al describir las crueldades, con una lectura política que empezó en el encierro y continuó con su militancia en la Rama de Liberados, Liberadas y Familiares del Movimiento de Trabajadores Excluidos. La realidad de las mujeres con arresto domiciliario que visita junto a su organización, según relevaron entre marzo y agosto, tiene un factor común: 9 de cada 10 son jefas de familia.

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En la televisión, los personajes de la política y la farándula repiten que hay que usar barbijo y mantener la distancia social de, mínimo, cuatro pasos. Si hay encuentros, mejor esperar a los días de sol para estar al aire libre. Pero en la cárcel, ¿cuántas personas caben en dos metros de distancia? 

Durante el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio (ASPO) ingresaron a penales 225 mujeres y 5 personas travestis trans, según el Sistema Penitenciario Bonaerense (SPB). La Comisión Provincial por la Memoria (CPM) informó que hay 43.855 personas detenidas en total, cuando las plazas disponibles en los 64 espacios de encierro son 21 mil. Existen cinco lugares con pabellones para alojar a personas travestis trans y cinco unidades exclusivas para mujeres cis, que también pueden ser llevadas a 9 anexos femeninos dentro de unidades de varones. “Venimos denunciando el hacinamiento y la sobrepoblación”, asegura Antonella Mirenghi, a cargo del programa de Inspecciones del Comité Provincial contra la Tortura de la Comisión. “No todas las personas cuentan con un colchón, a veces deben dormir apiladas en el suelo, sin espacio para la intimidad, o con aislamiento extremo de más de 15 horas en una celda”.

Durante la pandemia, se exacerbó lo que la CPM llama “política sanitaria de la crueldad”. Desde una perspectiva integral, la salud está compuesta por el cuidado psicológico, el acceso a la medicación y controles y la alimentación, variables deficientes en la cárcel. Como no hay condiciones materiales para el distanciamiento social que eviten los contagios, se autolimitaron las visitas.

“De quienes mueren en las cárceles, el 80 por ciento es por enfermedades no asistidas”, describe Roberto Cipriano García, secretario ejecutivo de la CPM. Para las trans, la salud “es parte de un sistema de prebendas” hasta el punto de ser sometidas a situaciones de “favores sexuales” – es decir, abusos y vejaciones – para conseguir medicamentos.

“De quienes mueren en las cárceles, el 80 por ciento es por enfermedades no asistidas”, describe Roberto Cipriano García, secretario ejecutivo de la Comisión Provincial por la Memoria.

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Es julio de 2020, un julio lluvioso y frío como muchos. Si en la casa hay alguna estufa, los vidrios de las ventanas se empañan por el contraste con el fresco del exterior. “P” está embarazada pero como cumple arresto domiciliario debe esperar la aprobación judicial para atenderse, por eso durante el embarazo “casi no tuvo controles, no tuvo acceso a la salud”, describe Nora. Es una de las “chicas” que ella visita, quizás porque le hace acordar de cuando vivió su tercer embarazo,  que la llevó a crear mientras estaba presa la Red Niñez Encarcelada. La organización empezó en Facebook de forma anónima y se convirtió en un espacio de denuncia de la vulneración de derechos de niños y niñas que se encuentran en la cárcel con sus madres.

Familiares, compañeros y compañeras de madres que viven con sus hijos e hijas en la cárcel, en una actividad en 2013
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Hacía 10 meses que Nora estaba detenida en la Unidad 51 de Magdalena cuando se enteró de que iba a ser mamá porque el SPB le había dado “una pastilla anticonceptiva vencida” y no tenía ninguna posibilidad de acceder a un aborto, una concatenación de efectos sobre su cuerpo y su vida que no eligió. El aborto es un tabú en la cárcel y una deuda que el Estado debe saldar en todo el país.

Según el informe de gestión del Ministerio de Salud de la Provincia de Buenos Aires, solo de enero a junio de 2020, en plena pandemia, accedieron a la interrupción legal del embarazo 5.028 personas en toda la provincia de Buenos Aires, ¿cuántas personas gestantes abortaron en la clandestinidad? ¿cuántas pensaron hacerlo en el encierro y no pudieron?

Después de cursar los últimos meses de gestación en la Unidad 33 de Los Hornos, la obligaron a parir con una cadena en los pies. Era 28 de diciembre y hacía mucho calor, ella quería cargarlo – el gesto de abrazo, la upa – pero había “un oficial penitenciario en cada punta de la cama” que le quitaban todo lo íntimo a ese encuentro primario. “Yo le decía ‘chiquito, perdoname porque te traje acá, ahora’”.

“P” tuvo que parir como pidiéndole disculpas al sistema judicial y sanitario. Como la jueza demoró el aval para que pudiera salir de su casa para el parto, en medio del ASPO, que también redujo la cantidad de agentes de Justicia en funciones, “querían que hiciera una autorización escrita mientras tenía contracciones” para permitirle parir.

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¿Se puede cuantificar la culpa? Esa traducción de los mandatos que pesan sobre las identidades que el heterocispatriarcado define como obligadas a obedecer, porque en la sumisión está la aprobación de la cultura. ¿Se puede medir?

“Sentimos que somos malas madres por no haber respondido como la sociedad quiere. La mujer cuando se equivoca tiene la condena penal pero también la social”, define categórica Nora. Culpa, relata, sintió cuando una de sus hijas la llamó para avisarle que había repetido tercer año. Ambas se pedían  disculpas, una por no haber logrado los objetivos que el sistema educativo había previsto para ella, la otra por no haber podido estar a su lado. También lo sentía cuando sabía que sus niñas no invitaban a sus compañeros y compañeras de escuela a casa porque “podían decir que su papá estaba preso pero no podían decirlo de su mamá”. 

¿Cómo se calcula el alcance del sistema culpabilizador que regula los comportamientos? Existe a ambos lados de la reja, pero si sólo se midiera intramuros, ¿cómo se cuenta? Si se suman las 1.900 mujeres cis privadas de su libertad en unidades penitenciarias de la provincia de Buenos Aires, más las 67 personas travestis trans, ¿por cuánto se debe multiplicar? ¿Qué otras variables operan en la ecuación del abandono? Porque el sistema entiende de estadísticas, pero detrás de las cifras hay nombres, apellidos, deseos, errores, ganas y tristezas.

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Liliana Cabrera, integrante de Yo No Fui, comenzó a escribir poesías en la Unidad 31 de Ezeiza mientras estaba detenida. Publicó libros con sus trabajos.
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“Yo creo que se trata de hacer espejo con otres”. Tan simple como mirarse a los ojos de alguien más, aun si le endilgan la etiqueta de “ciudadane de segunda” como a quienes están en contexto de encierro, que siquiera votan si tienen una condena. La que habla es Liliana Cabrera, poeta y fotógrafa que conoció la potencia de esos lenguajes mientras estaba detenida, en los talleres de Yo No Fui, que hoy integra. Su organización defiende los derechos de las personas detenidas, para lo que sostiene espacios de formación y concientización en penales; por eso, en varias marchas se cruzó con la Red Niñez Encarcelada. 

La privación de la libertad es una violencia más que recibís sobre tu cuerpo  y tu persona, que se emparenta con otras violencias que denunciamos”, entiende, desde el feminismo que pudo empezar a nombrar a partir de pensarse en colectivo.

“A tirones me desato la lengua / y en esa ira que siento/ soy libre”, dice una Liliana que escribe versos tras las rejas. Su experiencia en la Unidad 31 de Ezeiza ya pasó, pero quedan los tres libros de poesías que publicó como fruto del taller de Yo No Fui al que iba, que ella y sus compañeras llamaban “el Spa”.

De broncas en la piel y rebeliones tiene algunos ejemplos. Una vez quiso ir a ginecología para un control de rutina, y lograrlo costó, como todo en la cárcel cuando tiene que ver con salud. Fue la primera “y única vez” en sus años en el encierro, porque la médica “no tenía el trato de una profesional, parecía una veterinaria”.  La violación de sus derechos básicos también sucedía cuando les daban remedios sin permitirles leer los prospectos. “Hay muy pocas cosas que podés hacer sin depender de los demás, hay cierta infantilización” que llega al punto de negarle información sobre su propio cuerpo.

En la cárcel, la salud es el botín más preciado con el que el SPB ejerce su rol de control. Es que la autoridad máxima que decide sobre políticas sanitarias para toda la población bonaerense, el Ministerio de Salud, no tiene injerencia en lo que le pasa a quienes están en contexto de encierro. La cartera de Salud Penitenciaria depende del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos provincial desde 2005; antes respondía integralmente al SPB, aunque todavía gran parte del personal médico tiene escalafón. El área fue consultada por #LosDerechosNoSeAíslan sobre sus estadísticas pero no brindó información.

En la cárcel, la salud es el botín más preciado con el que el SPB ejerce su rol de control. 

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“En este momento de pandemia
que mató tanta gente en el mundo
que los jueces no se hayan sensibilizado
que no tengan conciencia del riesgo
de la población trans detenida
es cualquiera.”

El relato es un fragmento del libro “Hacer vivir, hacer morir” que Liliana, junto a Yo No Fui, elaboró durante los primeros meses del ASPO con relatos de las personas detenidas a las que les acercaban insumos de higiene y comida. Con sus compañeros y compañeras, también se ocupó de acompañar pedidos de arresto domiciliario para que personas del Complejo IV de Ezeiza que conviven con VIH y tuberculosis, pudieran cumplir así su condena mientras circule el virus.  

Yo No Fui reparte alimentos y productos de higiene a personas con arresto domiciliario
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La CPM también trabajó para que la población LGTTBIQ+ esté contemplada entre quienes, debido a la emergencia sanitaria, continuarán el cumplimiento de su pena bajo arresto domiciliario, debido a la cantidad de personas del colectivo con enfermedades preexistentes. 

Fueron 33 las travestis y trans que accedieron a ello. Sin embargo, al salir del penal recibir los medicamentos regularmente es aún menos probable que adentro, a lo que se suma que no siempre existe una casa segura donde volver. 

 “Me llamaba mucho la atención que las compañeras trans de Ezeiza no estuvieran en los listados (de prisión domiciliaria), teniendo problemas de salud graves”, cuenta Liliana. También faltaban las que habían tenido algún conflicto con la autoridad o “les tenían bronca”. 

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Más que un espejo donde mirarse, en este cuento lo que hay es una manzana podrida. Cuando los medios hegemónicos empezaron a mencionar al coronavirus, los titulares confundieron morigeración de la pena y arresto domiciliario con excarcelación, y no hizo falta mucho rato para que las reacciones conservadoras emergieran, ya desde las redes sociales o los comentarios de las notas, el folklore de la comunicación 3.0. Cabrera lo sintetiza bien: “Llegar a pensar que una persona merece morir por la COVID en la cárcel porque cometió algún delito… es más delito que lo otro”.

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Hay una pregunta anterior a cómo o dónde alguien cumple condena y es por qué llega a la cárcel. Para Malena Rico, directora provincial de Lucha contra la Violencia de Género del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, que se encuentra trabajando en encuestas a mujeres en contexto de encierro durante la pandemia, “hay un sesgo de género en los fallos”. 

Se evidencia en cuáles son los delitos: cuatro de cada diez mujeres cis son detenidas por vender drogas en cantidades pequeñas. “En mujeres trans, supera el 70 por ciento”, asevera. Luego vienen las circunstancias relacionadas con aborto y prostitución. Y caer en ese tipo de delitos, relacionados con las drogas, tiene que ver con un antecedente de vulneración de derechos. Para las identidades no heterocisnormativas, “la primera migración es del hogar, y así se genera un circuito de desposesiones”, analiza Claudia Vásquez Haro, doctora en Comunicación y presidenta de Otrans Argentina

Cuatro de cada diez mujeres cis son detenidas por vender drogas en cantidades pequeñas. En mujeres trans, supera el 70 por ciento.

Su organización denuncia la “persecución, armado de causas, vejación, torturas y muerte de compañeras travestis y trans en situación de encierro, sobre todo si son migrantes, de pueblos originarios o afrodescendientes”. Según relevaron, en 2019 el 73 por ciento de las personas travestis o trans detenidas en la provincia tenía alguna enfermedad, que en el 59 por ciento era VIH/sida. El 35 por ciento aseguró que no recibió atención a pesar de haberla necesitado.

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Nora sabe que la vida se construye de a pasos. Recuerda que cuando volvió con su familia, su hijo pequeño prefería recurrir a su abuela que a ella, después de dos años en los que, como ella estaba en Batán, solo en dos ocasiones pudieron verse y pasar las cinco horas de visita jugando en el piso, panza arriba, acaso para mirar el cielo y no los muros.

Hace un año y medio, su hijo pequeño hizo una pregunta y a Nora se le cerró la garganta con un nudo.  

“‘Yo estuve en otro país con vos, ¿no?’, me preguntó. ‘En una casa grande donde había muchos chicos y yo usaba pañal’. Él, a ese lugar, como no sabía que era la cárcel, le puso ‘el otro país’. Y yo le dije que sí, no pude decirle otra cosa. Lo hablé con una psicóloga y me di cuenta de que el tema estaba en mí. Después de un tiempo volvió a preguntar. Le dije que yo había estado presa y que él había estado conmigo. Él quería saber por qué había nacido en La Plata y sus hermanas en Merlo. Le conté todo y le dije que le iba a decir todo lo que quisiera, pero me dijo que solo quería saber eso”.

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Cuando en 2013 hubo una inundación en La Plata que tapó varias de sus diagonales y, sobre todo, los barrios periféricos, en Los Hornos también se sintió. Fueron semanas con el agua adentro del penal, con las napas crecidas. “Las mujeres grandes tenían miedo, pasó tiempo sin que hubiera agua para tomar”, describe Nora. Con lo que tenían, sacaron el agua de las celdas. Mientras la respuesta real del Estado se tomó semanas, la “sororidad” arribó puntual. “Esta pandemia me hizo acordar mucho a ese tiempo”, asevera, porque la mirada humana sobre las mujeres, personas travestis trans y niñes en prisión tardó en llegar y si lo hizo, fue a través de organizaciones sociales.

“Un día en la cárcel duele”, repite Nora. En pandemia, sin la posibilidad de ver a sus seres queridos y con necesidad de políticas públicas efectivas, “el silencio y la indiferencia duelen muchísimo más”.

Recordá que si necesitás información, tenés dudas o considerás que tus derechos sexuales o reproductivos han sido vulnerados podés comunicarte al 0800-222-3444 en todo el país.