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Reportaje: Sara Delgado
Ilustración: Amparo Guindon
En 2017, Santa Cruz inauguró el consultorio inclusivo más austral del planeta. Tres años más tarde, con la llegada de la pandemia, no volvió a abrir sus puertas, ¿a dónde van las mujeres trans que, como consecuencia de la pobreza, tuvieron que recurrir a inyecciones de silicona industrial en sus cuerpos?
Angie abre la puerta y su amiga entra con un bolsito. Lo pone arriba de la mesada de la cocina.
– Acostada corazón, tenés que estar boca arriba.
Es 2014 y Angie, de 45 años, se recuesta temblorosa mientras la cánula gruesa se clava en su pecho embadurnado en xilocaína. Un líquido espeso como la miel ingresa por la presión que ejercen los nudillos de la mujer que inyecta. Angie siente un dolor insoportable, la presión cae y, por momentos, se desmaya. El procedimiento dura varias horas.
– Con esto te va a subir el pechito, vas a ver. Este producto es del hospital donde trabajo. Funciona muy bien.
Angie paga a la enfermera con cinco mil pesos que tenía en un rollito y otros cinco mil más adelante. El precio es cuatro veces más barato que la colocación de prótesis en un quirófano.
Hay una relación entre la silicona inyectable y la pobreza a la que se empuja a las mujeres trans, que para feminizar el cuerpo recurren a métodos potencialmente mortales. Hay un mismo hilo que conduce a todas las historias, el mismo que tensa el vínculo entre la clandestinidad de estas prácticas y una expectativa de vida que no supera los cuarenta y un años.
Así comenzó su transición Angie Foti, en Bragado, provincia de Buenos Aires, y dos años más tarde eligió lo más austral del continente, Río Gallegos, para ser quien deseaba.
Entonces, en la capital de Santa Cruz, funcionaba el consultorio inclusivo Claudia Pía Baudracco. El lugar tenía tres especialistas en medicina general, una endocrinóloga, dos profesionales de Psicología, un psiquiatra y una trabajadora social que hacían los tratamientos de modificación corporal hormonales y en un futuro, cirugías, para personas de Río Gallegos y de otras ciudades del interior.
– Fui porque era como si tuviese una fractura. Terminé internada, toda hinchada, se había roto el músculo y el aceite había empezado a migrar hacia abajo. Me dijeron que había que operar urgentemente. Son los aceites famosos que nosotras nos ponemos y que no se lo aconsejo a nadie porque es terrorífico el ardor. No podía respirar porque me dolían las costillas. No dormía de noche, ni acostada ni sentada con dos, tres almohadas.
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Cinco años después de las inyecciones de aceite – aunque nunca le dijeron bien qué tipo de material le pusieron – el cuerpo de Angie terminó en el quirófano para que le extrajeran una gran pelota de silicona de entre su carne.
– Cuando estaba el consultorio inclusivo podía pedir que se avance con mi cirugía para que me coloquen implantes, pero en la pandemia no hay nadie, nadie nos quiere tocar. No hay especialistas que sepan sobre tratamientos hormonales, nada – dice Angie, que milita en la agrupación que lleva el nombre de Marcela Chocobar, la víctima de un crimen de odio que fue decapitada y que en 2019 dejó dos condenas perpetuas y un cuerpo ausente que jamás se buscó.
Si alguien pregunta por el consultorio inclusivo se le dice que cuando pase la pandemia podría reabrir, sin embargo ya no hay profesionales interesados en integrar el equipo interdisciplinario. Hay, tal vez, una relación entre la falta de perspectiva de género en los servicios de salud y las dificultades para armar equipos que se interesen por las problemáticas del colectivo LGTTBIQ+.
El 14 de julio, un brote de coronavirus sacudió a Río Gallegos, una población de unas 120 mil personas. Para comienzos de noviembre, la COVID-19 había causado más de 130 muertes.
La ciudad donde el sol no llega lo suficiente, y por eso sus habitantes tienen déficit de vitamina D, puso a todo el sistema de salud para enfrentar la pandemia. A todo lo demás, lo puso en espera.
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Patricia Rearte llegó desde la otra punta de la provincia, Caleta Olivia, una ciudad con sol y mar que en el centro tiene al ‘Gorocito’, una estatua de más de diez metros de altura con el torso desnudo y guantes. A los pies de ese monumento al petrolero, la Pato, que siempre se maquilla los labios con una base blanca y bordes negros, es la que lleva la batuta en la comparsa de carnaval, imbuida en corpiños de alambre y canutillos. Fue una de las primeras en salir a la calle tal como se autopercibe, mujer, y la última paciente que tuvo el consultorio inclusivo. Viajó nueve horas hasta Río Gallegos para hacerse atender porque, como a las demás, también la silicona líquida la enfermó.
– Me dijeron que era la última porque no hay personas que quieran trabajar en el consultorio. Yo fui porque tengo silicona industrial en las piernas, pechos y en la cola. Tengo una infección, grandes tumores en glúteos y las que vivimos en el sur con este drama, nos tenemos que ir a tratar a Buenos Aires.
Pato tiene 48 años y es la directora de diversidad del municipio caletense. En 1992 tenía veinte años cuando se inyectó el cuerpo, en lo que ella recuerda que se parecía bastante a un consultorio, salvo porque le pidieron que se presentara de noche.
– Nunca me dijeron que me iba a hacer mal, al contrario, en ese tiempo era el ‘boom’ porque podías tener pechos y cola a un precio mucho más bajo que con prótesis. A esa edad me encantó, y recién los dolores y todas las consecuencias las empecé a tener hace cinco años. Fibromas por todo el cuerpo, fiebre en las caderas donde se desparramó por todos lados. Mi sensación es que tengo piel de cristal, que la silicona fue comiendo las capas de la piel, y con solo rozarme suavemente es un dolor terrible, ni que hablar si me golpeo, me llego a desmayar del dolor.
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Líquido, plástico, silicio, gases derivados del petróleo moldean las formas de los cuerpos de las travestis y transexuales pobres todavía hoy, a cinco años de la reglamentación del artículo once de la Ley de Identidad de Género, que garantiza las intervenciones y tratamientos necesarios para adecuar el cuerpo, incluida su genitalidad, a la identidad de género autopercibida.
Es así desde hace nueve años, pero todavía los hospitales de Santa Cruz no hacen cirugías estéticas. Aun cuando estaba el consultorio inclusivo, no había cirujanos plásticos para la colocación de implantes.
La distribución de insumos para hormonización por parte del Ministerio de Salud Nacional a Santa Cruz aumentó casi siete veces entre marzo y mayo de 2020, en relación al mismo período de 2019. Sin embargo, no alcanza para el pleno acceso a los derechos consignados en la Ley de Identidad de Género.
Por eso no se pudieron erradicar los rellenos de polímeros viscosos, que en el mejor de los casos se devoran la piel ennegrecida, muerta; y en el peor de los escenarios migra por la sangre hacia los pulmones o alguna arteria provocando la muerte.
Paola Cárdenas es una trabajadora sexual que también era usuaria del consultorio inclusivo. Así fue que supo que lo que le inyectaron para feminizar sus caderas y la cola había migrado hacia sus piernas y no se puede extraer.
En Youtube una mujer trans lo explica sobre una cama de hospital, mientras le pide a la médica que le amputen una pierna entumecida con aceite mineral (derivado del petróleo). “Es como cuando hacés una torta, ponés leche, huevo, harina y de pronto tenés que separar los ingredientes. Ya no se puede, está todo mezclado”.
En Río Gallegos, Paola asegura: “La clandestinidad de nuestros cuerpos hace que muchas recurramos a que otra compañera más grande, fuera de Santa Cruz, te proponga inyectarte. La mayoría de nosotras estamos en la noche como último eslabón y para sacarte esto es un parto. En el consultorio me dijeron que tenía un siliconoma porque drenó un poco de aceite. A algunas chicas les carcome las piernas”.
– La piel seca no se puede regenerar – repite la mujer que no llega a los treinta años, y ya vive tomando corticoides, porque la silicona que migró de su cola a las piernas, le provoca un ardor insoportable y a veces le cuesta caminar.
– Supuestamente era la última silicona que había salido, súper espesa, y es verdad porque la vi en el bidón. Antes nos dan una pastilla, que si no la soportás significa que sos alérgica al material y podés morir en el acto. Yo la toleré bien – se acuerda.
Aunque en el consultorio inclusivo le dijeron que no podían hacer nada por ella, porque el aceite no solidifica en su cuerpo, Paola se hizo controles y encontró contención en el espacio.
– La función del consultorio era integral porque tenía un equipo interdisciplinario bastante completo. Pedíamos turno por mail y teníamos un espacio terapéutico, miércoles por medio, con la asistente social, psicólogues que nos daban contención a las personas trans. Es prioritario que se reabra. Vamos a este consultorio porque la mayoría de les profesionales no tienen mirada inclusiva y no han trabajado con cuerpes de nuestra comunidad, no lo entienden ni se capacitan en esto – se queja.
La responsabilidad de encontrar profesionales que atiendan al colectivo de la diversidad es del Ministerio de Salud, que durante esta investigación recibió tres pedidos de acceso a la información pública sobre datos referidos a la salud sexual y reproductiva que no fueron respondidos, sencillamente porque no existen datos estadísticos sobre atenciones a personas LGTTBIQ+ durante la pandemia: “Desde que el área se desmanteló no tenemos datos de nada”, aseguraron de manera extraoficial desde el Ministerio de salud provincial.
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Hay quienes creen que un consultorio específico para las personas de la comunidad travesti trans encierra un acto de discriminación. Sin embargo también es lo que en derecho se conoce como una acción positiva, como lo son las leyes de cupo. En este caso, para garantizar el acceso a los servicios de salud que todavía son heterosexistas y donde falta que llegue la Ley Micaela.
Y es que se trata de un grupo con necesidades específicas que demanda la sensibilización y capacitación del personal de salud, con un enfoque que no presuponga el orden binario de género.
Para Delfina Brizuela, docente y referente de ATTTA (Asociación de Travestis, Transexuales y Transgéneros de Argentina), el aceite de avión es “el gran problema” de las mujeres trans. “Quienes lo tenemos incorporado, el día de mañana podemos sufrir problemas de salud. Muchas ya lo padecen. Por suerte estas prácticas no se realizan en Santa Cruz, sino que normalmente se llevan adelante por personas del colectivo mucho mayores y en ciudades donde tenemos más convivencia de personas trans, como Rosario, Tucumán, Salta o Buenos Aires y donde siempre hay quienes nos dicen que no pasa nada y no nos cuentan las consecuencias que son hasta la muerte. Por eso hoy trabajamos fuertemente para que las chicas nuevas que vienen caminando su transición no se pongan esto”, dice.
Que el consultorio no exista más es un retroceso en los derechos de las personas LGTTBIQ+, que ahora tienen problemas para controlar su salud o continuar sus tratamientos hormonales porque no hay quién les haga las recetas y oriente la transición en juventudes que pueden cortar con una larga historia de tratamientos clandestinos o automedicación a partir de consultas en Google.
El consultorio era la entrada amigable para que muchos y muchas pisaran por primera vez un hospital.
En su casa, Angie espera que lo reabran con un par de prótesis en su paquete original. Ella misma las compró para que algún médico o médica le pueda limpiar su cavidad mamaria y colocárselas. La caja está guardada en el fondo del placard, para que no le dé la luz ni el calor.
– En este momento necesito atención médica urgente y no la tengo. No quiero dejar pasar el tiempo. Se me inflamaron los ganglios, está hinchado debajo de las axilas, en este momento estoy en casa y no me levanto de la cama – dice, y la imagen que produce esa escena dista mucho de su foto de perfil de WhatsApp en algún verano, donde se la ve serpenteando el metro ochenta sobre una marea baja, en una bikini fluorescente, la tanga sujeta a sus caderas y el pelo rubio mojado que le cae sobre la cara. ¿Cuánto cuesta la circulación del deseo de una mujer trans?
“Tenemos derecho a la salud pública y no nos pueden hacer sufrir tanto hasta que se les antoje y te operen como de última, a veces la solución llega tarde, pero tenemos que agachar la cabeza porque a nosotras nadie nos quiere tocar”, insiste.
Del cierre del espacio no se habla abiertamente. Para quienes luchan por los derechos del colectivo de la diversidad sexual en la función pública, el tema opera casi como un asunto tabú. Probablemente porque las responsabilidades caen sobre el mismo gobierno que debe decir si permite o no la aprobación de la Ley Integral Trans que se presentó en agosto.
Como si a lo largo de décadas de expulsión el colectivo hubiese desarrollado un instinto de supervivencia que sabe leer el timing de la política, y ahora de la pandemia. Lo que sucede es que el tic toc sigue corriendo en cuerpos que son verdaderas bombas de tiempo, pero que no pierden la esperanza de llegar a la vejez.